domingo, septiembre 28, 2008

Los nombres de América. Acerca del borramiento de la singularidad.


Los nombres de América Latina han sido objeto de estudios eruditos y de investigaciones muy serias y profundas. Baste mencionar como muestrario de muestrarios los nombres de Arturo Ardao, Arturo Andrés Roig o Jorge Rojas Mix. Seguramente el empecinamiento en la erudición seguirá proporcionando gozosas sorpresas a quienes nos entusiasmamos con esta deriva del pensamiento filosófico en estas zonas del mundo. Pero esta breve reflexión pretende llamar la atención acerca del borramiento de singularidad que supone el acto nombrar a un continente, es decir a un espacio semántico excesivo, no sólo por su tamaño fáctico sino por el exceso ontológico que produce: es demasiado grande Latinoamérica para subsumir las minúsculas historias de quienes consumen su vida sin posibilidad de trascendencia colectiva alguna. Se que no estoy diciendo lo que siento es este instante en el que, intelectual y emocionalmente, columbro una idea que se me escabulle, tal vez, por ser también un exceso o una infatuación conceptual. Dicho de otro modo: nuestras vidas, minúsculas (y radicalmente enormes para nuestra afectividad) se despliegan en corredores de goces, expeditos u obliterados, en los que las preocupaciones de la gran política (o la gran ciencia o la gran metafísica), carecen de una doble relevancia: a) nuestra relevancia como ciudadanos de nuestras naciones (o de la gran nación latinoamericana) se reduce a un infinitesimal punto porcentual en los cuadros estadísticos que miden la potencia de las mismas. No más de esos somos para el colectivo trascendente nacional o supranacional; b) la relevancia del Leviatán se agota, para nosotros, en el miedo que nos inspiran sus garras disciplinarias. Fuera de ello, nuestra patria se llama amor, hijo, amigo, padres.
Por cierto que este abismo entre lo general y lo particular, entre la parte y el todo, no es una realidad que desgarre privativamente al latinoamericano. Pertenece al ser humano en cuanto tal. Solo que la historia y el lugar potencian a veces la necesidad de hallar identidades trascendentes que cada vez importan y seducen menos a quienes se juegan la existencia cada día en que se despiertan para intentar el renacimiento cotidiano que significa revivir en la orfandad de un futuro ligeramente conjeturable.

viernes, septiembre 26, 2008

El poder de las multitudes


Las profundas transformaciones ocurridas en la sociedad en las últimas décadas del Siglo XX han transparentado la violencia de la trama que conforma el reverso del luminoso e ilustrado escenario erigido por el proyecto de la modernidad. Las categorías de construcción de la realidad, trascendentalizadas por ontologías que, aunque racional y secularmente fundadas, tenían por paradójico objeto la invisibilización de los rastros históricos de quienes se auto-adjudicaron el carácter de medida universal de lo humano. Dicha autoglorificación se ejercía, sin embargo, a partir de la construcción de alteridades que, en todos los casos, rezumaban precariedad en su ser. Vemos así que la centralidad del europeo coagula mediante el expediente de construir una otredad signada por la inconstancia, la labilidad y el infantilismo ontológico. La centralidad del ser aparece así dialécticamente vinculado a la colonialidad del poder: lo mismo y lo otro se construyen histórica y espacialmente al amparo del proyecto colonial moderno.
El rasero de la humanidad europea actuará como máquina genocida en América, Asia y África: la minusvaloración de la vida informa al proyecto moderno europeo en su devenir colonial e imperialista. En la metafísica moderna, el excluyente imperio de la representación deja de lado la opacidad de lo concreto y consolida un modelo antropológico que se define por su parentesco con lo racional antes que por su precariedad y finitud corporal. El Descartes que se autoreconocía existente mediante su autónoma capacidad de pensamiento, cuando se expande por las rutas de la codicia racionalizada ve, en la minusvalía ontológica de los otros subalternos, puros cuerpos (en rigor meras máquinas), que pueden redimirse integrándose al mundo único como productores y como menesterosos espirituales.
La agencia de dicha operación globalizadora ha estado en mano del estado nacional, que tanto en Europa como en el mundo colonial, ha sido productor de ciudadanía, entendiéndose por ello el umbral material que permite ser reconocido como sujeto jurídico, es decir como sujeto cuya valía está ligada a su ingreso a la universalidad de la organización jurídica y teleológica del estado. El ciudadano disimula su singularidad material en una segunda naturaleza jurídica y la multitud es obliterada en la categoría homogeneizante de pueblo.La situación contemporánea es la de una deslegitimación progresiva e irreversible de dichas categorías modernas y por lo tanto, una situación en la que se habilita la singularidad no mediada por la entelequia racional y la multitud se rebela contra las lisuras jurídicas-filosóficas para reclamar desde su singularidad corporal el derecho a una realización sin cortapisas

sábado, septiembre 20, 2008

Haití y Bolivia: luchas universales de los Otros excluidos.




La experiencia boliviana se entronca con plurales hitos notables de esa historia mundial que los latinoamericanos comenzamos a vivir con ocasión de la conquista europea. La independencia haitiana de 1804 tiene muchos parecidos con esta crucial experiencia contemporánea: los protagonistas de la lucha caribeña son racialmente no europeos y oponen a los colonizadores franceses una visión política que integra posiciones vernáculas con discursos emancipadores del pensamiento socio-político europeo. Toussaint L’ouverture no es África contra Europa, sino que es la reivindicación de los ideales europeos canibalizados, deglutidos por los excluidos de Santo Domingo. Haití es el nombre que procura nominar una identidad que supera dialécticamente el primitivismo inducido de una abrumadora parte de la población reducida brutalmente a la esclavitud y el supuesto vanguardismo imperial europeo. No se trata de un regreso atávico al pasado africano, sino que se trata de la adopción original de la dimensión más progresista de unas teorías y prácticas políticas que han proclamado (aunque insuficientemente) derechos humanos (de los hombres –varones-) frente a las pretensiones autócratas de las monarquías reinantes en Francia (y en toda Europa).
Las multitudes bolivianas, indígenas en su enorme mayoría, tampoco personifican la resurrección milenarista del Inkario ni una revancha racial-étnica contra el agresivo colonizador blanco. El proyecto político que, formalmente, encabezan Evo Morales y Álvaro García Linera se entronca en todo caso con una larga historia mestiza de Bolivia (Bolivia es el epónimo del Ilustrado Bolívar) y las experiencias políticas que se están llevando a cabo nacen de un complejo y rico humus constituyente donde se entrecruzan antiquísimas demandas de autonomía indígena con las luchas antiglobalizadoras del presente. Por esto la situación Boliviana posee un valor experimental antropológico de grandísima relevancia. Se trata de un laboratorio de novedosas formas políticas donde se está gestando un nuevo y singular rostro de lo humano. La atención mundial a tal proceso refleja su trascendencia. Es que multitudes históricamente desarraigadas, políticamente excluidas y ontológicamente nihilizadas apuestan a un futuro interculturalmente sustentado: formas tradicionales de organización comunitaria prehispánicas se combinan con los logros teóricos y prácticos de la teoría política mundial en una aventura antropológica donde con justicia y libertad se busca alcanzar el libre usufructo de lo común.

martes, septiembre 16, 2008

El desgarramiento ontológico: crisis de nuestra latinoamericanidad


He leído algunos nombres que los habitantes originarios de esta región geográfica del globo le daban a la misma. Pero cuesta hallar actuantes a esos nombres casi naturales de la tierra, a esos nombres que parecían caricias sonoras que le daban a la tierra quienes sentían sostenidos los pasos de la vida por su regazo acogedor. Ya no circulan esos nombres. Y los plurales nombres de América son nombres que portan la colonialidad de su origen, es decir ya son nombres que se superponen al territorio con la indecencia de la mano estupradora del que renombra el cuerpo que ya tenía nombre.
Y “Nuestra América”, “Indoamérica”, “Latinoamérica”, “Iberoamérica”, etc. etc. son otros tantas denominaciones que procuran limpiar el pecado de la conquista y la violación inicial mediante radicales y sinceras críticas a la voluntad opresiva de los violentos resemantizadores. Y ya somos ahora esos nombres. Nos identifican mucho más que los nombres aborígenes sepultados por la violencia verbal de quienes supieron imponer su cultura, la cultura que ahora es nuestra.
Estamos desgarrados: el indio se nos ha vuelto exótico y sin embargo habita todavía multitudinariamente los vastos espacios geopolíticos de América. Sentimos que la indianidad supone reclamos absolutamente legítimos y preñados de reivindicación de justicia y sin embargo, los intelectuales reflexionan acerca de esa densa y provocativa realidad con categorías conceptuales nacidas en la tranquilidad de la opulencia que proporcionan las instituciones educativas del mundo hiperdesarrollado. Desgarro de pensar la pobreza desde la satisfacción material. Desgarro de advertir la validez de categorías filosóficas que procuran resolver la cuestión latinoamericana (la indigenidad, la negritud, el mestizaje, etc., etc.) desde el paper académico. Desgarro que nos provoca la adhesión intelectual a la fundamentada crítica al populismo cuando advertimos, al mismo tiempo, que las escasas acciones tendientes a un grado ínfimo de revalorización de los actores genuinos del drama latinoamericano son conducidas por regímenes inequívocamente populistas.
Desgarro de pensar postmodernamente la modernización de un espacio socioeconómico con algunas características premodernas. Desgarramiento de nuestro ser real, de nuestra empírica manera de existir en el mundo y en el socius. Desgarramiento y crisis de la latinoamericanidad, no como esencia separada de los cuerpos, sino como encogimiento, opresión y dolor de nuestros cuerpos reales.