miércoles, octubre 28, 2009

METAMORFOSIS DE LA UTOPÍA. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL PRESENTE DE LA EDUCACIÓN.


Introducción
El objetivo de este breve trabajo es mostrar que la situación actual de la educación, llena de inconsistencias teóricas, metodológicas y procedimentales que la sumen en la confusión de sus objetivos, la desconfianza en torno a sus logros y en la obsolescencia general de los contenidos y valores que transmite, lejos de inducir un pesimismo paralizante induce a la metamorfosis de la idea de utopía y a la consiguiente búsqueda de libertad, democracia, amor y placer a través de su aptitud para lo asociativo y comunicativo. Para lograrlo en un primer momento haré referencia a la corrupción del objetivo básico de la educación moderna enfatizando que la organicidad de la institución escolar con los objetivos sociales y políticos de la nación era lo que determinaba el éxito de la misión que se le asignaba. En un segundo momento introduciré una discusión en torno a la idea de utopía tratando de mostrar como en ella quedaba excluida la novedad o la ruptura. En algún sentido la noción clásica de utopía es una clausura de la novedad por hallarse imantada de autoritarismo y soberbia. En un tercer momento hablaré de la metamorfosis de la utopía entendida fundamentalmente como crítica a la naturalización de la cultura o como artificialización de la naturaleza, en el convencimiento de que este expediente abre al reconocimiento auténtico de los derechos formales y materiales de la alteridad.

Paisajes distópicos.
Los otrora seguros límites del edificio escolar se difuminan. Esos contornos específicos delineados por la actividad pedagógica se disuelven lenta pero sostenidamente. Se vuelven borrosos sus objetivos e inciertas sus conquistas. Su obstinación y continuidad obedecen a las leyes de la inercia: es difícil detener el funcionamiento de una institución tan pesadamente afianzada. Sin embargo, la habitabilidad de sus espacios responde más a un hábito cultural cristalizado que al deseo real de hacerlo que suscitan sus edificios aletargados, sonámbulos, moribundos. Ya no exhibe la escuela una vida plena, potente, irradiadora de entusiasmo. Parece más bien un cuerpo exangüe, fantasmal, apático, del que nace un lento y rutinario delta de saberes constituidos en la matriz moderna que no parecen ya capaces de plasmar subjetividades despabiladas, abiertas a la novedad y a la celeridad de las mutaciones sociales.
La escuela moderna vivió hasta las postrimerías del siglo XX en estrecha organicidad con el cuerpo de la sociedad, y, lejos de parasitar en ella, obraba como un poderoso fertilizador que expandía el horizonte productivo total de la sociedad. En cada uno de los niveles en que se impartía la enseñanza, su calidad, necesidad y pertinencia se mostraban suficientemente aptos para atender demandas individuales fuertemente incardinadas a objetivos sociales nacionalmente definidos. El universo de saberes socialmente necesarios era cubierto por el vasto espectro de la formación escolar. Las técnicas productivas y reproductivas de la vida eran satisfactoriamente cubiertas por ese compacto plexo de conocimientos distribuidos académicamente. El equilibrio entre lo ofrecido por la escuela y lo requerido por la sociedad no solamente funcionaba en la dimensión cognitiva sino que tenía también la capacidad de laminar disciplinariamente las conciencias mediante expedientes axiológicos de obediencia y sumisión a poderes y dispositivos inductores de ciega confianza y respeto a la institucionalidad de la soberanía estatal nacional.
Esta situación, que de manera tan general y abstracta he descripto como orgánica a la realidad y apta para obrar sobre ella, no significa avalar que el sistema escolar debiera ser considerado como la edénica expresión superestructural del edén material de la sociedad. Solo deseo indicar que, siguiendo la traza de una fuerte segmentación social naturalizada y cohonestada, la escuela satisfacía una performance teleológicamente concebida. Aquella distribución generosa del saber no tiene que equiparse a la existencia efectiva del paraíso democrático, ya que resulta empíricamente constatable que las expectativas de ilustración general propuestas por la clase y elite rectoras, eran altamente diferenciadas y jerarquizadas para cada clase social, reservando así, tales expectativas, los máximos niveles de escolarización para esas mismas dirigencias aristocráticas. Esta escolaridad superior proporcionaba una formación integral enderezada a instalar a quienes la recibían en el escenario luminoso de la pirámide político-social. El teleologismo ético-político concebía a las formaciones educacionales intermedias como instrumentos que dotaban a los individuos de capacidades y competencias para conducirse exitosa e informadamente en los variados menesteres de producir y reproducir tanto el escenario como la dinámica misma de la existencia humana. La variedad enciclopédica de los conocimientos impartidos bastaban para hacer de ese segmento de escolarización una fábrica de ciudadanía constructora de repúblicas matrizadas también en torno al mérito que confería la educación. Pero no hay que llamarse a engaño, pues el mérito por antonomasia no era el devenido de la cultura sino el derivado de la pertenencia a un grupo eugenésico- aristocrático fundante, que, en rigor, no debía su poder soberano a la cultura en sentido estricto, sino a hechos profundamente más bajos, estratégicos y brutales. Finalmente, la educación elemental dotaba a la existencia de los individuos de formas de vida que hacían posible, en primerísimo lugar, proveer a la nación de una población apta para el cumplimiento de los deberes ciudadanos y proporcionar, en supuesta simetría, a todos los habitantes un instrumento capaz de generar las condiciones de posibilidad para una ciudadanía con todos los derechos.
La corrupción aristocrático-oligárquica de la utopía moderna de construir una sociedad ilustrada, justa y en permanente progreso, deja, en rigor, desolados paisajes distópicos. Los más osados proyectos de profundas rupturas concebidos en los albores de la Modernidad devinieron construcciones destinadas a vigilar y controlar las poderosas fuerzas del deseo de las multitudes. La institución escolar lejos de la promesa liberadora inherente al devenir autónomo del conocimiento acaba siendo una institución disciplinaria que acompaña el desarrollo capitalista de las naciones proveyendo subjetividades homogeneizadas y poblaciones saludablemente productivas.
Pero ninguno de los paisajes descriptos ha de verse a la luz de doctrinas de la decadencia occidental sino simplemente como avatares de la apropiación de la comunalidad democrática por parte del comando de la soberanía nacional-estatal, como avatares de la expansión del poder sobre la vida. Por lo tanto, nuestra fotografía lejos de fijar los contornos de un pesimismo paralizante induce a una metamorfosis de la utopía y a la consiguiente búsqueda de libertad, democracia, placer y amor. No hay nada fatal que impida pensar las instancias de socialización generacional como verdaderos espacios constituyentes, expansivos, abiertos, ilimitados.

Utopías situadas.

El ser de la sociedad (por cierto, también el ser de la institución educativa) era guiado por poderosos discursos utópicos que colocaban en un lugar y en un tiempo imaginarios la actualización o madurez de lo que potencialmente encerraban las condiciones materiales e ideológicas del espacio-tiempo de su enunciación. Esto significa que la doxa vigente determinaba finalmente la sustancia del cuerpo utópico ya sea que el no lugar fuera enunciado por la ortodoxia vuelta hacia un supuesto pasado paradisíaco o por la heterodoxia que ubica la universalización de las bondades sociales en un lugar y en un futuro imaginarios. Lo importante, en todos los casos, consiste en señalar que lo utópico es un no lugar que, paradójicamente, se encuentra minuciosamente concebido, determinado, definido por la ontología social de la época.
Esta manera de concebir la utopía no marca una ruptura radical con el presente sino que guarda más bien una relación genética con un presente que muestra anomalías y distorsiones respecto de una realidad esencial invariablemente ética: la utopía es rectificación de lo anómalo, restauración del arjé numinoso de una sociedad o grupo social dados o realización de una potencia obliterada por fuerzas de la reacción. Esta última mirada es tal vez la más conspicuamente vinculada a los procesos revolucionarios y la que le confiere al término utopía una connotación simpáticamente progresista.
Pero el límite de esta concepción de la utopía reside en que se postula en todos los casos una conservación o recuperación de una sustancia inalterable y buena en sí misma, clausurando así la emergencia de la novedad, que no puede sino entenderse como ruptura con lo existente. En cambio, insisto, la proyección utópica es regeneración y corrección de lo único ontológicamente real y valioso.
Pero cabe pensar la desutopización de la utopía situada, y con ello, pensar lo utópico sujeto a la metamorfosis, a la mutación, al cambio. La utopía puesta en términos nihilistas, anárquicos, monstruosos, absolutamente transmutantes se comporta como una formulación potentemente constituyente que excede la corrupción distópica del presente -la utopía regeneradora- que, en rigor, nunca fue auténticamente un no lugar respecto de lo empíricamente constituido. El sentido revolucionario de la utopía es la insinuación de un no lugar donde cabe todo aquello que no debe ser pensado: lo prohibido, lo nihilizado, lo escarnecido, lo discriminado. La sospecha principal que guía este breve trabajo es que las condiciones ontológicas del presente tienen aptitud para alumbrar la metamorfosis de la utopía y dislocar la continuidad intocada de etapas concebidas como necesarias, por ser, reitero, actualizaciones de una realidad original fundante y siempre plena.



Artificialización de la utopía.
Los cambios en la organización de la producción y reproducción de la vida común, los asedios a la institucionalidad moderna, la devaluación de los espacios tradicionales de soberanía, la crisis de la representatividad política configuran una tierra fértil para las mutaciones profundas. Un tiempo absolutamente ruptural se está insinuando, un tiempo que parece agotarse en el éxtasis de un presente que se autodeconstruye de manera permanente, que muestra discontinuidades respecto de un pasado monolítico y que se reformula impúdicamente respecto al modelo futuro a consolidar. Un futuro futuro, que no está determinado en todos sus detalles como en la vieja utopía que debemos dejar atrás. El futuro es incertidumbre absoluta, terra incógnita. El presente es un laboratorio donde la experimentación nunca es suficiente. Este exceso de innovación niega la necesidad escrupulosamente prevista del escenario conjeturado. Esta es la sustancia en metamorfosis de la utopía: su artificialidad, su devenir caótico, su imprevisibilidad. La transformación masiva y radical es la única garantía de que no se habrá de repetir lo mismo. Es el salto a lo otro, a la otredad, a la alteridad lo que nos expande verdaderamente y nos aleja de una mismidad egoísta, narcisista, perversa.
Abrirnos a la total inmanencia del obrar antropológico supone la impiedad de la deconstrucción crítica de todo lo que se ha naturalizado-divinizado. Supone destronar la trascendencia arquetípica, eugenésica, teleológica. Aceptar la minúscula grandeza de nuestra inmanencia terrena supone enfatizar el proceso de artificialización de las naturalidades. No existe una naturaleza absoluta y transhistórica de las cosas: la normatividad que encarna lo que es natural-normal no es más que un deber ser artificial que muestra las huellas de un entramado de valores y fines, cultural e históricamente determinados.
La socialización generacional educativa ha de anclar en la heterodoxia y mostrar, sin concesiones y falsos moralismos la conflictividad que subtiende la genealogía de nuestras concepciones más naturalizadas. Advertir la mistificación que encierra la idea de que existe una naturaleza absoluta del hecho cultural será el expediente para liberarnos de los prejuicios más obstinados. La comprensión de la artificialidad de todo lo humano nos abre a la comprensión de la diversidad, de la diferencia.
No hay verdadero proceso utópico en la medida que permanezcamos anclados a la ortodoxia, a la reverencia de lo que alguna vez fue concebido como principio y fin. Nos socializamos en la utopía en la medida en que seamos capaces de estimular permanentemente el enunciado heterodoxo, ruptural, innovador. Lo que ya ha sido probado vale precisamente como eso, escalón que permite conjeturar o avizorar lo imaginado, debe servir para abrirnos a la artificialidad de lo monstruoso, que no es sino lo que se sale de la norma, lo que excede lo natural, lo que rompe las categorías ontológicas hegemónicas. Lo monstruoso siempre denuncia la artificialidad de un orden erigido en natural y universal. Aprender a convivir con lo monstruoso supone radicalizar la artificialización de la realidad, que supone el correlato ético-político de ampliar el usufructo de los beneficios de la potencia civilizatoria a un número cada vez más amplio de sujetos.
Tanto exceso de vida, tanta singularidad lanzada a la realización de los deseos, tanta pequeña inmanencia abierta a la corporeidad del amor no puede sino tener como sinérgico desenlace el colapso del dispositivo de grandilocuencia universal que figura en el frontispicio de la educación moderna. La grandilocuencia de utopías mezquinas que se formulaban al amparo de un arjé y un telos clausurados por su supuesta perfección, se contrapone a la minusculidad de objetivos híbridos, mestizos, carnavalescos, pero inmensamente potentes frente a la impotencia generatriz de la gigantesca universalidad. A la prueba de sangre o la prueba de fortuna que garantizaban salud, belleza, bondad, rectitud o decencia se le opone la desmesura proliferante de una subjetividad que no tiene vergüenza de exhibir su hibridez y nomadismo, su diversidad y heterodoxia, su oblicuidad y labilidad ontológicas.
En absoluta correspondencia con las transformaciones socio-económicas parece haber llegado la época de pensar lo educativo como una comunicación franca de actores que interactúan desde simétricas potencias en medio de la relativa preeminencia que concede la acumulación anticipada de conocimiento. Pero el hecho pedagógico no podrá repetir el libreto utópico preconcebido por los expertos de lo estatuido, sino que habrá de jugarse en actos siempre constituyentes, siempre revisables, siempre excesivos y monstruosos. La comunicación pedagógica no habrá de repetir el desideratum de constituir una relación gnoseológica y epistemológica entre puras conciencias que esperan apropiarse del objeto de estudio en operaciones asépticas, en cálculos inteligibles. El conocimiento habrá de alcanzarse y desplazarse sobre la superficie singular de la carne, sobre la demanda inaplazable de cuerpos deseantes que se espiritualizan en el goce de un trabajo común, creativo, inmaterial capaz de garantizar el usufructo pacífico de la riqueza común acumulada en laboriosos siglos de sacrificio humano.