Geología política del sometimiento.
Exogenidad y endogenidad del dominio y la opresión.
Abelardo Barra Ruatta
El breve acercamiento a las
cuestiones que convocan a esta discusión será a través de la vía indirecta de
postular analogías y subsunciones que proporcionan una aproximación parcial a los asuntos sugeridos. Así, en
relación a los ejes del pensamiento crítico, me centro casi exclusivamente en
la universidad y en sus posibles modos de producir, trasmitir y aplicar
saberes. La universidad moderna se halla vinculada a un conjunto de estrategias
políticas adoptadas por los estados nacionales para apuntalar la organización
institucional y proveer agencias eficientes de progreso material. En tal
sentido, continúan siendo las sedes, casi excluyentes, de la formación de la
dirigencia político-institucional, económica y social. Por ello, si su cometido
se limita a la estricta administración de currículas y a la titulación, la
universidad no pasa de ser una eficiente instancia de conformación de
subjetividades predispuestas a continuar con la reproducción acrítica de lo existente. Pero profundos
cambios en todos los órdenes del quehacer humano han producido mutaciones
societarias que instauran, tendencialmente, nuevas formas de interacción
política que conminan a los estados a abrirse a imposiciones provenientes de
nuevos agentes sociales. En ese marco (aunque en las épocas más aciagas y
restrictivas de lo democrático existieron quienes abrieron grietas para ejercer
valientemente un pensar crítico) la universidad, forzando inercias aprobadas por
sectores tradicionalmente satisfechos, debe asumir la responsabilidad de colaborar
en la estructuración de formas progresistas de radicalización de las prácticas
democráticas, muy ligada a la incorporación protagónica de nuevos agentes socio-políticos
(tradicionalmente inferiorizados u omitidos -aún por los sectores más críticos
o progresistas).
Procurando pensar las
circunstancias que tensionan opresivamente nuestras situadas existencias, acudo
al concepto-imagen geología política del sometimiento para referir a las diversas
y complementarias placas de opresión que aplastan las posibilidades de
realización existencial de vastas mayorías populares. Tal metáfora conceptual me
pareció útil para estimular una crítica que detecte-desentierre los plurales estratos
sedimentarios de poder que alienan nuestras subjetividades y nuestros proyectos
de vida. Por lo demás, la representación de las placas geológicas grafica la inevitabilidad
con que se suelen presentar esos estratos de jerarquía y sometimiento. Finalmente,
la metáfora me resulta fructífera para pensar la diacronía y la sincronía del
sometimiento: las historias de la opresión y las plurales formas de vigencia de
la misma.
Desde una mirada genealógica, esas
placas de sometimiento incluyen en su formación la violencia original de la conquista
europea. Las franjas superpuestas están formadas por otros aluviones de
colonialidad, por sedimentos de renovadas experiencias de dominación. El peso
de la colonialidad del poder determina que nuestras subjetividades lleven
inscriptas las rudas huellas de un saber racializado que configuró a la periferia
como alteridad monstruosa y radical de un centro metropolitano tenido como medida
eugenésica del ser. La violencia inicial determinó una ontología de seres y espacios
degradados que, desde entonces, exhiben como naturales y necesarias, minusvalías
que, en rigor, son lacerantes resultados históricos de situaciones de un vasallaje
antropológico, cultural, epistémico. Sobre la base de esas deformadas placas de
colonialidad se edifican estructuras y lógicas sociopolíticas contemporáneas que
obstruyen la emergencia de espacios legítimos de enunciación de una palabra
alternativa, de una episteme anómala capaz de señalar el carácter provincial-particular
de una universalidad abstracta que con violenta obstinación sostiene brutales capas
de opresión.
La densa imagen geológica a la
que acudo no debe hacernos pensar en la naturalidad del sometimiento: la
voluntad humana tiene la potencialidad de diseñar conocimientos de los
quiebres, saberes de deformaciones liberadoras, de herejías cataclísmicas. La
historia demuestra que a las filosofías de la fijeza, que postulan un ser
inmóvil, perfecto y acabado, se les oponen filosofías de la ruptura, del
dinamismo, del acontecimiento y la libertad. La historia es porosa a la
voluntad humana: a veces el saber y el obrar cristalizan en dimensiones
intangibles, mitificadamente separadas de las condiciones materiales de su
producción, pero otras veces, deliberada y emancipatoriamente dan inicio a un
conocimiento-actividad involucrado en vicisitudes ético-políticas nacidas de las
demandas de sectores sociales oprimidos. Pensar críticamente es entender la
vertebración política de los saberes. Lejos de la inocencia o la asepsia, las
creaciones humanas basculan entre lo
universal y lo particular, entre la estabilidad y el cambio, entre el cielo y
la tierra.
Esta laxitud ontológica y
epistémica de los saberes se hace más visible en espacios como el
latinoamericano por su peculiaridad de constituir una riquísima entidad
cultural prexistente obturada por la violencia exógena. Ello determina, que más
allá de la imposición hegemónica de la cosmovisión europea por las elites
gobernantes, las poblaciones americanas persistieron en modos peculiares de existencia,
no sólo a través de estrategias de sincretismo que disimulaban sus marcas
culturales, sino también en violentas y visibles rebeliones indígenas y
afroamericanas que dieron continuidad a una personalidad socio-cultural que
ahora está retomando protagonismo histórico.
Un breve acercamiento a la cuestión
de los movimientos sociales y al significado del progresismo político lo
realizaré a través de un recorte focalizado en el espacio cultural que delimita
la institucionalidad académica. Y ello lo haré, por deformación profesional,
presentando los derroteros de la filosofía en nuestro continente. Me parece relevante
recordar que los primeros escarceos filosóficos escolásticos se dieron muy
tempranamente en el exótico cuerpo del territorio que se renombró como América.
Como metafísica del ser trascendente la filosofía esquivó el bulto
antropológico infectado de herejía sensual y demoníaca. Más tarde, iluminando
intelectualmente los aprestos independentistas, la filosofía aceptó los
desafíos de la inmanencia, pero lo hizo con el disfraz que le imponía la
colonialidad de su origen. Aviesa o ingenuamente, las clases que se agenciaron
del gobierno criollo emancipado, adoptaron la excentricidad conceptual metropolitana.
Las luces circulaban por las conciencias de las elites pero dejaban a oscuras a
las voces demandantes de las mayorías indígenas, negras y mestizas. La
universalidad europea cohonestaba la emancipación americana a sabiendas de que
su superioridad epistemológica-moral conminaba a la periferia colonial a
transitar el camino del progreso como furgón de cola de la Razón universal
expresada paradigmáticamente en el modo capitalista de organizar la vida y la
producción.
La normalización o
profesionalización filosófica (hacer filosofía como la hace Europa) supuso la
continuidad de una supeditación cultural plagada de orgullo. Finalmente para la
conciencia colonizada de la mayor parte de la intelectualidad, la adscripción plácida
a lo europeo supuso la orgullosa pertenencia a un estatuto antropológico
preferencial que nos distancia, racializadamente, del resto de Iberoamérica. Cambiando
lo que hay que cambiar, esta breve narración puede servir para pensar que lo acontecido
en el numinoso plano de la filosofía constituye un testimonio de lo sucedido en
escenarios más amplios del quehacer social.
Las consecuencias negativas
del primado de esta excéntrica concepción del mundo, reclama la necesidad de un
pensar crítico, confrontativo, decolonizante, liberador. Un pensar duplicadamente crítico porque tiene que criticar
también las marcas de colonialidad que vertebran muchas de sus categorías
analíticas. Es necesario considerar todas las placas del sometimiento para
evitar la insuficiencia de una crítica que se detenga en los rasgos más
groseros y evidentes de la colonialidad del poder. Es necesario un paso más que
denuncie la endocolonialidad que se ejerce en múltiples planos de las
relaciones socio-políticas. Es necesario asumir un compromiso político sin
retaceos ni reservas, como el abrirse al empoderamiento de los sectores
sociales más desfavorecidos. Compromiso y actividad que ponen en cuestión formas
legitimadas de jerarquización epistemológica que han permitido que el letrado hable,
naturalmente, por quienes no saben o saben menos. Este tomar la palabra por
el otro, equivale a la devaluación ontológica de quienes no participan del
saber letrado.
La arrogancia intelectualista arremeterá
contra este propósito de redescubrimiento y valorización de epistemologías indisciplinadas
o suburbiales como una peligrosa inmersiones en un terrorismo nihilista. Pero la
estratificación de los saberes en densas gradientes epistemológicas es fruto
del ejercicio de formas indisimuladas de violencia simbólica que, las más de
las veces, concomitan con diversas formas de violencia fáctica. Esa
estratificación se impone con base en criterios extrateóricos determinados por
la colonialidad del saber-poder, ignorando como prueba de validez de un saber su
organicidad con criterios éticos-políticos adoptados por un colectivo social en
su ejercicio de autorealización emancipatoria. No se resta méritos a la exactitud
y confiabilidad de la visión de la realidad que da la ciencia, pero se trata de
ubicar su hegemonía en coordenadas de poder fáctico, antes que en la autoproclamada
superioridad teórica. Existen otras formas de conocimiento que constituyen eficientes
y plausibles maneras de intervenir en la realidad.
Los saberes hegemónicos se
desparraman por las placas de sometimiento y proporcionan fundamentos para la
petrificación de relaciones estratificadas entre las múltiples formas que
adopta el saber en el mundo. A estos modos de jerarquización simbólica contribuye
la institucionalidad académica que, inercialmente imantada por la búsqueda de
la conversión de todo en uno –la universitas (unus) es una totalidad que no
admite pluralidad sincrónica-, ocluye epistemes alternativas. La multiversidad
o la pluriversidad deberían ser el desiderátum de una institución que desea
conocer sin convertir (verto) todo en uno. La proliferación de puntos de vista
configura dinámicas progresivas del saber. No conocemos sino mediante el
antagonismo, la contradicción, la oposición y la objeción.
Son plurales los enseñantes
porque son plurales los modos de la existencia. No hay un modo paradigmático o
excluyente de organizar la vida: cuando ello ocurre es por que opera un
mecanismo de violencia autoritaria. Gran parte de nuestras instituciones
reconocen esa violencia en sus dispositivos fundacionales y en su dinámica
operacional: los criterios de conformación han sido restrictivos y han tendido
siempre a disolver la diferencia en la unidad cerrada, sin costuras. Son muchas
las amputaciones que recogen las instituciones en su génesis (mutilaciones de
género, de sangre o etnia, de clase, de nacionalidad, etc.) determinando un obrar
escudado en una universalidad abstracta.
Me apresuro a poner en
conjunción los registros conceptuales que nos convocaron. La superación de la
opresión que inducen las placas de sometimiento supone el obrar sinérgico en
múltiples frentes. La denuncia de la naturalizada dinámica de la colonialidad
del poder y el saber constituye un paso sólido en el proceso de recuperación de
otros logos preteridos, silenciados y
depreciados. Pero ello es insuficiente cuando tales estrategias epistémicas sólo
motivan discusiones inter- académicas. Es necesario protagonizar acontecimientos
políticos rupturales y avanzar en la apertura de los espacios académicos,
tradicional y exclusivamente reservados a expertos esclarecidos, a los aportes
que los movimientos sociales (y otras
presencias anómalas) pueden realizar desde sus idiosincrásicos lugares de
enunciación, esto es, desde la indignación moral suscitada por su exclusión, olvido
o negación. La visibilización, la escucha atenta y respetuosa, la interacción
con los saberes de estos actores nihilizados, actualiza políticamente la
potencia contrahegemónica de quienes en su opción intelectual indagan los
porqués de la injusticia. Aunque esté lejos de pensar que el compromiso
intelectual radique en un activismo que desdeñe las teorizaciones, creo que
ningún ejercicio intelectual de empatía es capaz de generar fórmulas teóricas con
virtualidad de cabal expresión de las vivencias del malestar moral que la opresión
vivida produce. Pareciera que en la habilitación ético-política de una
pluralidad abierta de actores no convencionales, la institucionalidad
recuperara una consistencia magmática y se abriera, por lo tanto, a la
plasticidad instituyente aportada por las nuevas voces y sus demandas y
proposiciones. El progresismo en la institucionalidad académica radica en la
adopción de un pluralismo epistemológico que trascienda la búsqueda y
reproducción del saber predominante y apuntale conocimientos y prácticas enderezados
a la clausura de nociones, actitudes y prácticas opresivas.
Nuestras metáforas geológicas,
con su apariencia de pétrea inmovilidad, alientan también a pensar el
desplazamiento de placas tectónicas que inaugura con su poder de ruptura nuevos
escenarios. La indignación ante la injusticia y el sufrimiento constituye una
emoción ética que alienta la reconfiguración de los espacios existenciales.
Aunque de modo harto insuficiente, he procurado mostrar una configuración
epistemológica alternativa que adhiera a la vida y sus vicisitudes
ético-políticas, esto es, un pensamiento que migre de la binariedad ontológica
para detenerse en las exigencias de nuestra subjetividad encarnada. Al
solipsismo de la aprehensión intelectual es necesario oponer la comunalidad del
conocer haciendo. Una episteme que alcance su verdad en la praxis transformadora
de un mundo visto como digna e integral morada de nuestra inmanencia
ontológica.
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