miércoles, noviembre 23, 2011

El poder es un Okupa. A propósito de renombrar los espacios públicos.


El poder es un oKupa. Ha ocupado Abya Yala y ha fraguado los títulos de propiedad en las escribanías del terrorismo semántico. El nuevo nombre, América, es el testimonio inequívoco de la ocupación y el despojo. El poder inventó el vacío, el desierto y la frontera para ocupar una tierra que estaba milenariamente ocupada por sus legítimos dueños. Y al mismo tiempo inventó un bestiario que demostraba la incapacidad de esos pobladores de detentar la propiedad de sus dominios. Dispuso de la violencia material de los caballos, los arcabuces y los cañones y de la violencia simbólica de los saberes escolásticos. Masacre y conversión sostuvieron la ocupación. Masacre para las sombras que se corporizaban en gestos desesperados de rebeldía, conversión para quienes se aferraban a la vida aunque ello implicara el olvido de sí mismos. Mientras el territorio manaba sangre, los doctores de Salamanca confinaron a los habitantes originarios a un limbo ontológico y jurídico hasta 1537, fecha de la bula papal Sublimis Deus dictada por Pablo III.  
Extraña metamorfosis la producida por la violencia de la verdad: los ocupantes, legitimados por la ciencia, la religión y la filosofía, se convirtieron en los portadores de la luz. Ya no eran oKupas. Eran ahora misioneros, evangelizadores, colonizadores. Todo quedó invertido desde entonces. La ocupación se volvió santa y enfrentó lo demoníaco de la infidelidad y el salvajismo de los antiguos dueños. Existía habilitación plena para someter a estos seres fronterizos. Se habilitaba la guerra justa contra quienes rechazaban la evangelización y el dominio temporal de los reyes de España. La violencia de la verdad prestaba luminosidad al origen y beatitud al finalismo de la conquista. Siglos de sabiduría sostenían y legitimaban la ocupación, la conquista, el genocidio. Las razones y los saberes ancestrales de estos pueblos se extinguían rápidamente, al ritmo de la feroz extinción de vastas poblaciones.
La historia americana no cuenta con los indígenas. Es la historia del colonialismo capitalista europeo. Es la historia de las luchas entre blancos y sus contrapuestos intereses. Pero tanto la metrópoli como la colonia participan de lo blanco. La resistencia indígena fue extirpada de la historia, como se extirpó el grito emancipatorio de los negros haitianos. La historia de la independencia es la historia de las independencias blancas. Las repúblicas nacen sin indios. Solo al principio hay algunas tímidas concesiones paternalistas, que en rigor, no salían de lo retórico. De hecho la madurez de la institucionalidad copiada al mundo civilizado exigió campañas de exterminio total de los indígenas.  Allí están, como ejemplos meridionales, la Conquista del Desierto y la Pacificación de la Araucanía, como políticas sistemáticas de eliminación de la población, imbuidas de la cientificidad racista europea. La historia de la civilización se vuelve bárbara. Bárbaro fue el genocidio indígena, bárbaro el genocidio paraguayo, bárbara la lucha contra el gaucho. Tanta luz, sin embargo, encegueció a la civilización y, su deforme visión de las idealidades, sacrifica la áspera materialidad de lo terrenal.
La ocupación de la historia por las agencias del poder es un expediente que conforma subjetividades alisadas, blancas de piel y blancas de memoria. Allí están las historias nacionales, las escuelas normales, los manuales de urbanidad. Todo aparece homogeneizado y se festeja la borradura de la diversidad. Nuestra historia es la historia de Europa. Familiaridad carnal con lo lejano y ajenidad absoluta con lo próximo, porque lo próximo esconde la trampa del recuerdo, el fantasma de las narraciones de las luchas contra la opresión, que han quedado latentes en el inconsciente de los sectores populares. La historia debe ser mistificada y poblada de lagunas que ahogan la memoria de la insumisión y la rebeldía.
Conquistado el desierto emergen otros enemigos que infunden más miedo que los fantasmas indígenas. El indio siempre fue una sombra de lo humano y el miedo lo infundía su fiereza salvaje, no sus posibilidades antropológicas. Ahora el proletariado es el peligro blanco que amenaza la eterna naturalidad de las jerarquías. Debajo del andrajo hay un hombre blanco. Su inferioridad no se deduce ya de la raza ni de la incultura. El terror deviene de su proyecto de revolución social. Las tensiones de clase se vuelven guerras despiadadas en los momentos álgidos de las luchas por la libertad. Ahí están por ejemplo los 1500 trabajadores fusilados en la Patagonia. La represión hace que el territorio se vuelva una vasta extensión donde se amontonan cuerpos doloridos: la explotación despiadada es la norma de la acumulación capitalista apresurada. Solo unos pocos intervalos de dignidad desactivan la virulencia del conflicto. Las conquistas del estado benefactor dibujan humanidad en los rostros desencajados de los obreros.
Vendrán otras doctrinas maniqueas, calcadas de la axiología del bien y el mal acuñada por los misioneros de la conquista europea inicial, a desatar genocidios de catadura escatológica. La desaparición es el precio de la herejía. La patria está en orden: el trapo rojo ha sido arriado despiadadamente.   
Más próximo en el tiempo y en la memoria de los cuerpos, se halla la etapa donde cambios políticos, económicos y tecnológicos generaron la fantasmalidad de la explotación: una excepción ominosa de la explotación, en rigor, la potencia hasta tornarla destructora. Algunos se convierten en aquello que ni siquiera puede ser explotado: el sobrante, el desperdicio, el excedente. La abyección se desplaza como una droga por las conciencias desmoronadas y los espectros circulan sin encarnadura por las avenidas de la desesperación, la indiferencia y la frivolidad.   
Son muchas las tragedias que se desarrollan en la escenografía del presente. Muchas de ellas son tragedias sin espectacularidad: tragedias sin sangre. Tragedias de cifras, de quintiles, de estadísticas asépticas. Genocidios abúlicos, saturados de vidas desesperanzadas que solo aguardan la expiación de los años o la muerte. Una pasividad, inducida por la estupidez que propalan los  medios de comunicación, vuelve invisibles las tragedias y la cotidianidad se reproduce banalmente con la complicidad de una desatención programada y la prolija hipocresía de políticas incapaces de acercar las soluciones.
El poder es un Okupa legitimado. Lo asiste la belleza y la bondad de la verdad. Se adueña del cielo y de la tierra. Ocupa el centro de los espacios y consolida periferias miserables, donde se concentra la fealdad, el vicio, la maldad. Las plazas suelen ser el símbolo de su poder. Visibilizan la virtud, el esplendor, la riqueza. Desalojan lo deforme, lo monstruoso. Las plazas son el punto axial desde el cual se ejerce el sublime ejercicio de trazar las cartografías del bien y del mal. Trazado de las inmutabilidades citadinas que copian la eugenésica inmutabilidad de la patria ilustrada. El poder es un Okupa que naturaliza posiciones contingentes y se adueña del baremo axiológico: se identifica lo noble con el día y lo infame con las sombras de la noche, lo bueno es blanco, lo malo es negro, el centro financiero es limpio y el burdel es una mancha. Moral de binariedades excluyentes que mistifican los embustes del poder. Apoyatura ideológica que lamina subjetividades obedientes, miedosas, resignadas.
Sin embargo, ante la aparente desesperanza de la crónica, no me invade la resignación ni el quietismo. Estoy absolutamente convencido de que hay una episteme de los monstruos, un saber de la  resistencia, un saber que desafía y niega los expedientes de la humillación, un saber que se ocupa de lo que ha sido siempre tenido por lo sórdido, una ciencia del ilegalismo, de la conspiración. Mueve al optimismo la puesta en marcha de un tiempo de inversiones, de recuperaciones, de desocupaciones, de nuevas ocupaciones. Los valores se subvierten y la voz prohibida vuelve a proferirse. Se eclipsa la hipocresía aristocrática y la alegría se democratiza en la desmesura. Todo se hibrida, todo se mezcla, todo se torna poderosamente impuro. Profusa latinoamericanización de las calles que desdice la cerrada pureza de la historia eurocentrada. Los sexos se multiplican y las familias se desnuclearizan, se volatilizan, se despedazan en satélites del amor sentido. Nuevos derechos custodian a los antiguos monstruos. Un derecho monstruoso viene a concedernos el desatino de perseguir la justicia y la equidad. Las multitudes ocupan los lugares reservados antes a grupos minúsculos. A la ficcionalidad del homenaje a los héroes falsificados en el mármol,  la suple el beso impúdico de los que se aman sin más reglas que la urgencia del deseo, el circo se instala en el centro con sus disfraces que desocultan la hipocresía del disfraz de la decencia oficial, el juego y lo improductivo reclaman su valía antropológica, las artes se multiplican de la mano de tecnologías que fomentan el encuentro, la creación, el goce. La existencia de una música provocativa que llega desde los suburbios portando el perfume de la ilícita lujuria de la noche insomne, despabila la seriedad de lo tenido por verdadero arte. Invasión de estéticas transgresoras, proliferación y coexistencia de modelos de belleza, estandarización democrática en torno de la moda, que, finalmente, supone el hedonismo liberador de los cuerpos.
Los proyectos de comunalidad que animan las nuevas ocupaciones se oponen a la ocupación brutal que se alimentaba del exterminio, el otro es empoderado a través del respeto y se convierte en amoroso punto de ingreso a saberes sin regulación, a saberes expansivos, que incluyen la sabiduría ancestral de los que alguna vez fueron dueños de estas tierras.  Es una auspiciosa promesa el que América Latina se puebla de universidades indígenas y populares. Por doquier se abren los diálogos que expropian el monopolio de la sabiduría a los supuestos sabios. Otros modos de lo político conciben estrategias de cooperación y solidaridad por fuera de los circuitos de la institucionalidad representativa. Antes que la delegación, la autorepresentación. Proliferación de identidades móviles que se oponen a la identidad de la sangre, de la clase o de la fortuna. Historicidad pues de las identidades que nos lleva al éxodo de nosotros mismos. Éxodo del destino, de los mandatos, de los nombres. Escogemos nombres que nos gustan y nos revelamos contra las imposiciones inconsultas
La crónica de la desesperanza es una parte fundamental para la multiplicación de la alegría. No es verdadera la alegría montada sobre la impostura y el autoengaño. La felicidad supone el conocimiento de nuestra historia real. La historia del dolor y de las insurrecciones nos instala en la búsqueda de caminos alternativos. Y aunque lo que falta hacer es descomunal, tenemos que reconocer que ya se han dado muchos pasos y que no ha sido en vano la entrega, el desafío, el combate. Hay conquistas desde las cuales no se puede volver atrás. Ya no más ghettos, ni leprosarios morales y políticos. La discriminación ha encontrado su coto. El poder ya no es impune. El poder muestra sus grietas, sus filtraciones. La deserción es una estrategia de resistencia que mina las fuerzas al poder. La colaboración, la anuencia, el miedo se contraen, se quitan, se sustraen.  
Por todo ello, el poder de repensar la plaza (como símbolo de lo común) y su nombre (como símbolo de una historia falsificada), es algo gigantesco. No se mide por el número. Se mide por la arrogancia de la duda, por la valentía de la desconfianza, por el desparpajo de la denuncia. Alientan estos espacios el descrédito de la verdad absoluta y el auge de las pequeñas verdades. Se abre la posibilidad de renombrar las cosas o de dejarlas innombradas. La plaza común, la plaza de las diferencias, la plaza del respeto. Plaza de lo común, plaza de los mil nombres, plaza de los afectos y de las ideas, plaza del reclamo y de las conquistas,  plaza de la lucha y de la alegría.