sábado, junio 16, 2012





Geología política del sometimiento. Exogenidad y endogenidad del dominio y la opresión.
Abelardo Barra Ruatta


El breve acercamiento a las cuestiones que convocan a esta discusión será a través de la vía indirecta de postular analogías y subsunciones que proporcionan una aproximación  parcial a los asuntos sugeridos. Así, en relación a los ejes del pensamiento crítico, me centro casi exclusivamente en la universidad y en sus posibles modos de producir, trasmitir y aplicar saberes. La universidad moderna se halla vinculada a un conjunto de estrategias políticas adoptadas por los estados nacionales para apuntalar la organización institucional y proveer agencias eficientes de progreso material. En tal sentido, continúan siendo las sedes, casi excluyentes, de la formación de la dirigencia político-institucional, económica y social. Por ello, si su cometido se limita a la estricta administración de currículas y a la titulación, la universidad no pasa de ser una eficiente instancia de conformación de subjetividades predispuestas a continuar con la reproducción  acrítica de lo existente. Pero profundos cambios en todos los órdenes del quehacer humano han producido mutaciones societarias que instauran, tendencialmente, nuevas formas de interacción política que conminan a los estados a abrirse a imposiciones provenientes de nuevos agentes sociales. En ese marco (aunque en las épocas más aciagas y restrictivas de lo democrático existieron quienes abrieron grietas para ejercer valientemente un pensar crítico) la universidad, forzando inercias aprobadas por sectores tradicionalmente satisfechos, debe asumir la responsabilidad de colaborar en la estructuración de formas progresistas de radicalización de las prácticas democráticas, muy ligada a la incorporación protagónica de nuevos agentes socio-políticos (tradicionalmente inferiorizados u omitidos -aún por los sectores más críticos o progresistas).
Procurando pensar las circunstancias que tensionan opresivamente nuestras situadas existencias, acudo al concepto-imagen geología política del sometimiento para referir a las diversas y complementarias placas de opresión que aplastan las posibilidades de realización existencial de vastas mayorías populares. Tal metáfora conceptual me pareció útil para estimular una crítica que detecte-desentierre los plurales estratos sedimentarios de poder que alienan nuestras subjetividades y nuestros proyectos de vida. Por lo demás, la representación de las placas geológicas grafica la inevitabilidad con que se suelen presentar esos estratos de jerarquía y sometimiento. Finalmente, la metáfora me resulta fructífera para pensar la diacronía y la sincronía del sometimiento: las historias de la opresión y las plurales formas de vigencia de la misma.
Desde una mirada genealógica, esas placas de sometimiento incluyen en su formación la violencia original de la conquista europea. Las franjas superpuestas están formadas por otros aluviones de colonialidad, por sedimentos de renovadas experiencias de dominación. El peso de la colonialidad del poder determina que nuestras subjetividades lleven inscriptas las rudas huellas de un saber racializado que configuró a la periferia como alteridad monstruosa y radical de un centro metropolitano tenido como medida eugenésica del ser. La violencia inicial determinó una ontología de seres y espacios degradados que, desde entonces, exhiben como naturales y necesarias, minusvalías que, en rigor, son lacerantes resultados históricos de situaciones de un vasallaje antropológico, cultural, epistémico. Sobre la base de esas deformadas placas de colonialidad se edifican estructuras y lógicas sociopolíticas contemporáneas que obstruyen la emergencia de espacios legítimos de enunciación de una palabra alternativa, de una episteme anómala capaz de señalar el carácter provincial-particular de una universalidad abstracta que con violenta obstinación sostiene brutales capas de opresión.
La densa imagen geológica a la que acudo no debe hacernos pensar en la naturalidad del sometimiento: la voluntad humana tiene la potencialidad de diseñar conocimientos de los quiebres, saberes de deformaciones liberadoras, de herejías cataclísmicas. La historia demuestra que a las filosofías de la fijeza, que postulan un ser inmóvil, perfecto y acabado, se les oponen filosofías de la ruptura, del dinamismo, del acontecimiento y la libertad. La historia es porosa a la voluntad humana: a veces el saber y el obrar cristalizan en dimensiones intangibles, mitificadamente separadas de las condiciones materiales de su producción, pero otras veces, deliberada y emancipatoriamente dan inicio a un conocimiento-actividad involucrado en vicisitudes ético-políticas nacidas de las demandas de sectores sociales oprimidos. Pensar críticamente es entender la vertebración política de los saberes. Lejos de la inocencia o la asepsia, las creaciones humanas  basculan entre lo universal y lo particular, entre la estabilidad y el cambio, entre el cielo y la tierra.
Esta laxitud ontológica y epistémica de los saberes se hace más visible en espacios como el latinoamericano por su peculiaridad de constituir una riquísima entidad cultural prexistente obturada por la violencia exógena. Ello determina, que más allá de la imposición hegemónica de la cosmovisión europea por las elites gobernantes, las poblaciones americanas persistieron en modos peculiares de existencia, no sólo a través de estrategias de sincretismo que disimulaban sus marcas culturales, sino también en violentas y visibles rebeliones indígenas y afroamericanas que dieron continuidad a una personalidad socio-cultural que ahora está retomando protagonismo histórico.
Un breve acercamiento a la cuestión de los movimientos sociales y al significado del progresismo político lo realizaré a través de un recorte focalizado en el espacio cultural que delimita la institucionalidad académica. Y ello lo haré, por deformación profesional, presentando los derroteros de la filosofía en nuestro continente. Me parece relevante recordar que los primeros escarceos filosóficos escolásticos se dieron muy tempranamente en el exótico cuerpo del territorio que se renombró como América. Como metafísica del ser trascendente la filosofía esquivó el bulto antropológico infectado de herejía sensual y demoníaca. Más tarde, iluminando intelectualmente los aprestos independentistas, la filosofía aceptó los desafíos de la inmanencia, pero lo hizo con el disfraz que le imponía la colonialidad de su origen. Aviesa o ingenuamente, las clases que se agenciaron del gobierno criollo emancipado, adoptaron la excentricidad conceptual metropolitana. Las luces circulaban por las conciencias de las elites pero dejaban a oscuras a las voces demandantes de las mayorías indígenas, negras y mestizas. La universalidad europea cohonestaba la emancipación americana a sabiendas de que su superioridad epistemológica-moral conminaba a la periferia colonial a transitar el camino del progreso como furgón de cola de la Razón universal expresada paradigmáticamente en el modo capitalista de organizar la vida y la producción.
La normalización o profesionalización filosófica (hacer filosofía como la hace Europa) supuso la continuidad de una supeditación cultural plagada de orgullo. Finalmente para la conciencia colonizada de la mayor parte de la intelectualidad, la adscripción plácida a lo europeo supuso la orgullosa pertenencia a un estatuto antropológico preferencial que nos distancia, racializadamente, del resto de Iberoamérica. Cambiando lo que hay que cambiar, esta breve narración puede servir para pensar que lo acontecido en el numinoso plano de la filosofía constituye un testimonio de lo sucedido en escenarios más amplios del quehacer social.
Las consecuencias negativas del primado de esta excéntrica concepción del mundo, reclama la necesidad de un pensar crítico, confrontativo, decolonizante, liberador. Un pensar  duplicadamente crítico porque tiene que criticar también las marcas de colonialidad que vertebran muchas de sus categorías analíticas. Es necesario considerar todas las placas del sometimiento para evitar la insuficiencia de una crítica que se detenga en los rasgos más groseros y evidentes de la colonialidad del poder. Es necesario un paso más que denuncie la endocolonialidad que se ejerce en múltiples planos de las relaciones socio-políticas. Es necesario asumir un compromiso político sin retaceos ni reservas, como el abrirse al empoderamiento de los sectores sociales más desfavorecidos. Compromiso y actividad que ponen en cuestión formas legitimadas de jerarquización epistemológica que han permitido que el letrado hable, naturalmente, por quienes no saben o saben menos. Este tomar la palabra por el otro, equivale a la devaluación ontológica de quienes no participan del saber letrado.
La arrogancia intelectualista arremeterá contra este propósito de redescubrimiento y valorización de epistemologías indisciplinadas o suburbiales como una peligrosa inmersiones en un terrorismo nihilista. Pero la estratificación de los saberes en densas gradientes epistemológicas es fruto del ejercicio de formas indisimuladas de violencia simbólica que, las más de las veces, concomitan con diversas formas de violencia fáctica. Esa estratificación se impone con base en criterios extrateóricos determinados por la colonialidad del saber-poder, ignorando como prueba de validez de un saber su organicidad con criterios éticos-políticos adoptados por un colectivo social en su ejercicio de autorealización emancipatoria. No se resta méritos a la exactitud y confiabilidad de la visión de la realidad que da la ciencia, pero se trata de ubicar su hegemonía en coordenadas de poder fáctico, antes que en la autoproclamada superioridad teórica. Existen otras formas de conocimiento que constituyen eficientes y plausibles maneras de intervenir en la realidad.
Los saberes hegemónicos se desparraman por las placas de sometimiento y proporcionan fundamentos para la petrificación de relaciones estratificadas entre las múltiples formas que adopta el saber en el mundo. A estos modos de jerarquización simbólica contribuye la institucionalidad académica que, inercialmente imantada por la búsqueda de la conversión de todo en uno –la universitas (unus) es una totalidad que no admite pluralidad sincrónica-, ocluye epistemes alternativas. La multiversidad o la pluriversidad deberían ser el desiderátum de una institución que desea conocer sin convertir (verto) todo en uno. La proliferación de puntos de vista configura dinámicas progresivas del saber. No conocemos sino mediante el antagonismo, la contradicción, la oposición y la objeción.
Son plurales los enseñantes porque son plurales los modos de la existencia. No hay un modo paradigmático o excluyente de organizar la vida: cuando ello ocurre es por que opera un mecanismo de violencia autoritaria. Gran parte de nuestras instituciones reconocen esa violencia en sus dispositivos fundacionales y en su dinámica operacional: los criterios de conformación han sido restrictivos y han tendido siempre a disolver la diferencia en la unidad cerrada, sin costuras. Son muchas las amputaciones que recogen las instituciones en su génesis (mutilaciones de género, de sangre o etnia, de clase, de nacionalidad, etc.) determinando un obrar escudado en una universalidad abstracta.
Me apresuro a poner en conjunción los registros conceptuales que nos convocaron. La superación de la opresión que inducen las placas de sometimiento supone el obrar sinérgico en múltiples frentes. La denuncia de la naturalizada dinámica de la colonialidad del poder y el saber constituye un paso sólido en el proceso de recuperación de otros logos preteridos, silenciados y depreciados. Pero ello es insuficiente cuando tales estrategias epistémicas sólo motivan discusiones inter- académicas. Es necesario protagonizar acontecimientos políticos rupturales y avanzar en la apertura de los espacios académicos, tradicional y exclusivamente reservados a expertos esclarecidos, a los aportes que los movimientos sociales (y otras presencias anómalas) pueden realizar desde sus idiosincrásicos lugares de enunciación, esto es, desde la indignación moral suscitada por su exclusión, olvido o negación. La visibilización, la escucha atenta y respetuosa, la interacción con los saberes de estos actores nihilizados, actualiza políticamente la potencia contrahegemónica de quienes en su opción intelectual indagan los porqués de la injusticia. Aunque esté lejos de pensar que el compromiso intelectual radique en un activismo que desdeñe las teorizaciones, creo que ningún ejercicio intelectual de empatía es capaz de generar fórmulas teóricas con virtualidad de cabal expresión de las vivencias del malestar moral que la opresión vivida produce. Pareciera que en la habilitación ético-política de una pluralidad abierta de actores no convencionales, la institucionalidad recuperara una consistencia magmática y se abriera, por lo tanto, a la plasticidad instituyente aportada por las nuevas voces y sus demandas y proposiciones. El progresismo en la institucionalidad académica radica en la adopción de un pluralismo epistemológico que trascienda la búsqueda y reproducción del saber predominante y apuntale conocimientos y prácticas enderezados a la clausura de nociones, actitudes y prácticas opresivas.
Nuestras metáforas geológicas, con su apariencia de pétrea inmovilidad, alientan también a pensar el desplazamiento de placas tectónicas que inaugura con su poder de ruptura nuevos escenarios. La indignación ante la injusticia y el sufrimiento constituye una emoción ética que alienta la reconfiguración de los espacios existenciales. Aunque de modo harto insuficiente, he procurado mostrar una configuración epistemológica alternativa que adhiera a la vida y sus vicisitudes ético-políticas, esto es, un pensamiento que migre de la binariedad ontológica para detenerse en las exigencias de nuestra subjetividad encarnada. Al solipsismo de la aprehensión intelectual es necesario oponer la comunalidad del conocer haciendo. Una episteme que alcance su verdad en la praxis transformadora de un mundo visto como digna e integral morada de nuestra inmanencia ontológica. 

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